– Europa,… – la mujer hizo una breve pausa antes de continuar – Está bien, pero hay muchos que creen que sería mejor si cada casa tuviera la llave propia. – me decía la madre de nuestra encantadora anfitriona. En su voz, todo oído afinado a detectar los tonos agudos de añoranza fácilmente hubiera captado el lamento por lo vivido en Yugoslavia. Por las casas cerradas que se levantaron sobre sus escombros.
– No sé. – contesté – A mí me parece mejor no tener que cerrar con llave. Como aquí, en vuestra casa. Uno se siente más seguro cuando no tiene que cerrar la puerta. – la dije aludiendo al ambiente de seguridad que se respira en este barrio tranquilo de Rovinj.
Situado en la costa de Istria, muy cerca de la frontera con Italia, éste pueblo croata vive anclado en un tiempo distinto al del resto de los Balcanes. Igual que el resto de la provincia, aquí no solamente han conseguido preservar el espíritu de fraternidad entre las distintas nacionalidades que componen su refrescante cóctel demográfico, sino también lograron conservar los símbolos de la memoria colectiva.
A diferencia de una buena parte de Croacia (y el resto de la ex Yugoslavia), en Istria es habitual andar por las plazas y avenidas que llevan el nombre del Mariscal Tito. Encontrar intactos los monumentos levantados para los caídos en la lucha antifascista de la Segunda Guerra Mundial.
A diferencia del resto de mi antiguo país, Istria ha sobrevivido el virus nacionalista que todavía trae secuelas traumáticas en todos los países surgidos desde la desintegración de Yugoslavia. Países donde el nacionalismo es empleado por las élites políticas corruptas como sedativa para el pueblo. Como la pócima mágica para paliar los efectos de las frustraciones causadas por sus nefastos proyectos económicos, sostenidos por la red de la corrupción sistémica.
Respirar el aire de tolerancia, orgullo y prosperidad, a la que en Istria aspiran conjuntamente, me llenó de esperanza. Me llenó de un sentimiento de responsabilidad individual ante los retos del bienestar común. De saber que la confianza mutua es la cerradura más fuerte que existe.
De respirar el aire fresco que traen las puertas abiertas.
Sin fronteras. Sin cerraduras. Sin llaves.
Disfrutar de libertad, prosperidad y esperanza que se suceden durante casi dos mil kilómetros de camino que une Rovinj y nuestro pequeño pueblo en Suecia.
De pasar por miles de kilómetros de vías que se comunican. Vías que se juntan. Vías que se buscan.
Vías que desembocan en el sentido compartido. Con carriles para ir a distintas velocidades, pero llevando hacía la dirección única.
Adelante.
Lejos del tufo a rancio que desprenden las viejas rencillas de las casas cerradas.
Maravillosa Istria.. tuve la suerte de conocerla el año pasado, sobre todo Rovinj.. Disfrutad muchísimo!
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