
Si Dios existe es atea. No porque su ego no admitiera la posibilidad de que existieran otr@s dios@s. Ni tampoco por cuestiones ideológicas que apuntan a la esencia materialista de las relaciones humanas, determinadas por el modo de producción cual por índole nos divide en clases. Lo es porque cree en el propósito que emerge desde las aspiraciones humanas. Unas aspiraciones arraigadas en lo que más y mejor define el ser humano: en el Lenguaje.
Dios es atea porque conoce de primera el poder de autopoyesis. La enorme capacidad que tienen los sistemas de crearse y mantenerse por si solos. Una capacidad que se manifiesta por poner palabras a los silencios para domar vacíos y proyectar realidades.
Es atea por la mirada de Borges que la dibujó como una esfera infinita con el centro en todas partes. Lo es porque abraza la certeza del desorden como mecanismo supremo de construcción de sentido. Por la aleatoriedad de tiempo que no sabe de antes y después. Porque su presente no requiere de espacio. Porque no requiere medidas para expresarse. Porque aparece y desaparece con la palabra.
Es atea por bailar descalza al son de la Melodía de las Esferas. Por guiarnos a intuir sus ritmos. Por dejarnos saber que cualquier “¿Para qué?” tiene su “Como”. Por mostrarnos que la esperanza está en la paciencia y no en los milagros.
Es atea porque para creer en ella no hace falta tener fe, sino imaginación. Porque no pide sumisión, sino creación. Porque no es un sustantivo, sino un verbo.
Porque es viva. Como tú. Como yo.
Como palabra.
Gaia