Una nueva propuesta quiere permitir que las personas diagnosticadas con trastornos psicológicos puedan ser admitidas como policías. Lo escuché en un programa de radio la semana pasada aquí en Suecia. A continuación la persona que exponía la propuesta lo defendía con un argumento bastante razonable. Si las personas que desarrollaron el trastorno durante el servicio como policías pueden seguir en activo, por qué una persona diagnosticada no podría optar por el puesto.
En papel, la propuesta tiene sentido. En fin, en teoría no hay diferencia entre la teoría y la práctica, pero en realidad la hay, y mucha. Si una persona con la depresión crónica puede ser policía, por qué una persona con el síndrome de Tourette no podría trabajar de recepcionista. En fin, una vez los clientes se acostumbrasen a ser recibidos con “Buenos días, ¡Hijo de puta!, ¿en qué puedo ayudarle? ¡Chúpamela!, no habrá problema.
A mi sinceramente la propuesta me sorprendió pero para un balcánico e ibérico adoptivo, lo normal es muy lejos del progresismo escandinavo.
En uno de los viajes a Belgrado, poco después de haberme mudado a España, me acompañaron dos amigas de Barcelona. Una noche salimos de fiesta y nos fuimos a uno de los populares barcos club/restaurantes que hay amarrados a lo largo de ambos bandos de los ríos Sava y Danubio, en cuyo cruce se encuentra la capital de Serbia. Yo iba primero y cuando pasé el puente que unía el barco con el muelle me giré y vi a mis amigas parradas en el inicio del puente con la cara de sorpresa.
Gesticulaban para que me acercara y cuando llegué me indicaron la señal de “Prohibido llevar armas” que había allí colocado. Yo ni siquiera lo había notado. Era algo a lo que ya me había acostumbrado durante años que había vivido allí. Lo normal. Pero para ellas fue todo un acontecimiento. “Está bien” les dije “quiere decir que la gente no puede entrar armada”.
“¡Pero, entonces la gente va armada!” concluyeron con una mezcla de terror y aventura en su voz.
Sí. Es lo normal. Desafortunadamente mucha gente va armada. Para un país que ha visto y participado en tres guerras en una sola década, realmente no es de sorprender. Pero, un país que se considera y es considerado por muchos el faro de libertades y democracia, sí que sorprende.
En el contexto social que hay en Suecia, la propuesta de admitir las personas con trastornos psicológicos como policías no es ni de lejos tan descabellada como la propuesta de Donald Trump de armar a los profesores para prevenir las masacres, como la sucedida en el colegio de Florida.
Cuando en una ocasión preguntaron a Henry Mintzberg, el gran teorético de gestión empresarial, qué opinaba acerca de la práctica de emplear a los oficiales de ejército retirados a dirigir los colegios y escuelas estadounidenses; “Es una buena idea”, contestó el experto canadiense. Pero, a continuación lo matizo diciendo “Siempre y cuando la sociedad esté preparada para que los profesores retirados dirigieran el ejército.
La cultura de armas está fuertemente asentada en los mitos fundacionales de EEUU. Los indios norteamericanos fueron “remunerados” en plomo por sus tierras, y los más rápidos y ágiles con sus armas fueron los que construyeron el American Dream. Las normas contenidas en The Code of the West (Never steal another man’s horse. A horse thief pays with his life. Defend yourself whenever necessary. Remove your guns before sitting at the dining table. Etc.) hacen que la herencia genética perpetuase las ficciones según cuales ante la probabilidad de ser atacado uno es obligado a protegerse.
Pero la línea que separa la realidad y aquello que dice “el ataque es la mejor defensa” es muy borrosa. Está dibujada por la tinta impregnada de mitos, leyendas y miedos que en la mayoría de casos no tienen nada que ver con la realidad. Son ficciones que no sirven de otra cosa que para vender armas. Pero las victimas de estas ficciones son reales y en la mayoría de los casos inocentes. La responsabilidad reposa en el liderazgo político que ha de invertir recursos en transformar las narrativas que perpetúan la violencia, en vez de echar más leña al fuego.
Tras la última masacre el debate sobre las leyes que permiten que un adolescente pueda adquirir un rifle de asalto alcanzó el punto más alto en su larga historia. Y, como no se podría esperar menos del ya conocido talante disyuntivo de su presidente, el debate desencarrilo hacía más ambigüedad y retórica.
Tras el alirón de críticas que recibió por llamar cobarde al guardia de seguridad de la escuela y chulear que él se hubiera enfrentado al atacante, Trump insinuó que la Casa Blanca haría el giro hacía un mayor control de armas. Entre otros, llamó a subir el límite legal para adquirirlos de los actuales 18 a 21. Pero su valentía, curiosamente, duró el tiempo que los de la National Rifle Association (NRA) tardaron en reunirse con él.
“A algunos de ustedes les deja petrificados la NRA. Tienen mucho poder sobre ustedes, no tienen tanto sobre mí”, afirmó el “Genio” y tan valiente y coherente de siempre, anunció un paquete de medidas que no incluye cambios sustanciales en la legislación. Básicamente se limita a “recomendar, instar y urgir” y entre estas como “prioridad” se sitúa entrenar a “personal escolar cualificado” en el manejo de las armas y apoyar la entrada en la esfera docente de antiguos veteranos y agentes de policía.
Vaya. No se podría esperar menos de un “Genio”. ¿Qué mejor para prevenir la violencia que llenar los colegios de personas con el Síndrome Postraumático armados?
“Locura es hacer lo mismo una y otra vez esperando obtener resultados diferentes”, decía Einstein. Para salir de esta locura EEUU, en lugar de meter más armas, debería empezar a preparar la sociedad para que los profesores retirados dirigieran el ejército.
Pero, Houston, tenéis un problema. Se llama Donald Trump.